El Casino que Me Enseñó a Sentir

Nunca busqué ser dios de los rodillos. Era solo un alma solitaria bajo la luz de medianoche en Chicago, garabateando sueños en los márgenes de una servilleta—hasta que las máquinas comenzaron a hablar. La primera vez que lo vi: luz dorada girando como runas vikingas sobre una rueda cobalto—no perseguí botes. Escuché. El RTP no era datos; era un susurro de un antiguo oráculo: ‘Juega despacio. Haz pausas frecuentes.’ Dejé de tratar la ruleta como suerte. Se convirtió en ritual sagrado: cada clic, una respiración; cada pausa, una ofrenda.